Cáncer en cuerdas vocales: "La vida cambió cuando mi voz no se escuchó"

06.07.15 - Argentina.- La Voz está. En la mayoría de las personas, ella, pasa desapercibida, casi invisible. Hasta que nos falta.

Esta es la historia, en primera persona, de Silvia Irene Stisman. Maestra jardinera e incipiente escritora, que un día se quedó sin voz frente a sus alumnos del Jardín donde trabajaba y su lucha por recuperla.

Un día, una mañana de junio de 1997 para ser exacta, mi voz no se escuchó; fue en el Jardín en el que trabajaba como maestra. Como consecuencia, mi vida dio un giro inesperado: aprendí, durante un tiempo, a ser sin hablar. Estuve medio año sin pronunciar una palabra. Y luego, a comunicarme bajito, ya que no puedo modular sonidos fuertes. Imagínense qué cambio: desde que había terminado la secundaria había trabajado con chicos pequeños en escuelas y clubes.
 
El diagnóstico llevó un tiempo: el primer médico que consulté me indicó que hiciera un poco de foniatría y listo. Pero no hubo resultados.
 
Una doctora que visité posteriormente, María Marta Viti, no pensó igual. “Lo que tenés no es bueno”, dijo con franqueza al cabo de varios estudios.
–¿Cáncer?, deslicé la palabra casi temblando como un papel.
Hubo un silencio afirmativo.
 
En términos científicos el diagnóstico fue inapelable: microcarcinoma en cuerda vocal. Inicialmente los médicos fueron optimistas. “El 95 por ciento de estos carcinomas cede ante la oportuna aplicación de rayos”, afirmó uno de ellos. Lo primero que debía hacer era reposo vocal absoluto. Después rayos y después … El mundo se me vino abajo en un instante.
 
No pude hablar con mis hijos que en ese entonces tenían tres y ocho años. Al de ocho le podía mostrar cartelitos con palabras escritas, ¿pero qué hacer con el de tres que no sabía leer? Tuve entonces que aprender el idioma de los besos, las caricias, los abrazos. Los llené de mimos y eso venía bien para ellos y para mí. El abrazo de cada mañana ayudaba a tapar o a disimular mis lágrimas que no eran pocas.
 
¿Qué más podía pasarme? ¿Cómo seguirían mis días? Primero lloré como una loca y, claro, me asusté mucho. Pero no me di por vencida. Tenía que ser obediente con los médicos y con la ciencia. Tenía que rehacer mi existencia en todos los sentidos imaginables. Debía empezar de nuevo.
Por sobre todo mantuve un comportamiento disciplinado. Como un soldado iba todos los días a las ocho de la mañana a aplicarme los rayos. Volvía a mi casa y me dedicaba a hacer cualquier cosa para vivir. Fui vendedora de ropa interior femenina en hospitales y oficinas, de joyas en cuotas y cocinaba masitas para quien quisiera comprarlas.
 
Los rayos no dieron resultado y era urgente encontrar el camino adecuado. Había dos puntitos malos que debían ser quitados sí o sí, pero por suerte el cáncer no se había extendido a otras partes del cuerpo.
 
Recuerdo esa sensación de estar sosteniendo algo imposible, algo pesado, una sensación de vértigo, caía y caía sin saber adónde. Deseaba con todas mis fuerzas que el cáncer remitiera con los rayos. Cada día al despertarme pensaba “no puede ser, no puede ser cierto”. La gente no me entendía: o evadía la conversación o me tenía lástima. Y era otra vez disfrazarme de valiente, día tras día. No veía la hora, el minuto de que esto pasara. 

Cuando después de la segunda biopsia me dijeron que no había habido ningún resultado, que el único camino posible era la operación, me pasó algo extraño, sentí alivio, sí, alivio. Por fin me lo sacaban. No había lugar en este mundo para el tumor y para mí.
 
Los días anteriores a la cirugía me fui a comprar camisones bonitos y diez regalos para cada uno de mis hijos, por los diez días que iba a estar sin levantarme de la cama, en un hospital y casi alejada de todo. Esto era para que cada día que me fueran a ver, poder “estar” con ellos de alguna manera.
 
Pedí dos deseos antes de la operación: que saliera todo bien y que lloviera a cántaros ese día. Dicen que la lluvia trae suerte y saber que iba a estar diez días internada con lluvia me reconfortaba. Finalmente el lunes 2 de febrero de 1998, en medio de una lluvia torrencial, me operaron. Y llovió tanto que hasta se inundaron las calles de la ciudad (me lo contaron días más tarde). Me sacaron lo que estaba dañado y me realizaron una traqueotomía. Es un procedimiento quirúrgico que se hace para crear una abertura que permite establecer un puente de comunicación entre la tráquea y la piel y se hizo durante la operación.


El orificio, que es en el cuello, al frente, como si fuera una gargantilla, se necesita cuando la vía respiratoria se bloquea o para algunas afecciones que dificultan la respiración. Además, durante las semanas siguientes el acto de comer fue un malabar. Al quedarme con media laringe, ya no podía tragar como cualquier persona normal: con cada pequeñísimo bocado, tenía que inclinar la cabeza hacia un costado para que esa porción no se perdiera y fuera a parar a otro lado y yo me empezara a atorar o ahogar.
 
La traqueotomía ayuda a respirar mientras se cicatriza la herida. Me quedé con media laringe y con una sola cuerda vocal. Luego de la cirugía, tuve que dormir sentada casi dos meses para poder respirar mejor y soportar los intensos dolores. No voy a negar que me acobardé y mucho. ¡Claro que sí! Era pleno verano y, por ejemplo, no podía calmar mi sed. No podía ingerir líquidos así que me los inyectaba con la sonda yo misma llegando a tomar medio vaso de agua a lo largo de media hora … Chupaba la comida … No la podía tragar … La zona que fue operada demora en cicatrizarse y siempre está húmeda.
 
Entonces aprendí que las dos cuerdas vocales que tenemos no suenan si no chocan entre sí. Es lo mismo que pasa con las manos al aplaudir. No hay sonido sin contacto. Después de varios meses de la operación –desde el diagnóstico hasta pronunciar palabras de nuevo pasó más de medio año– pude recuperar la voz, un poco más suave que la que tenía antes. Eso se debió a que con ayuda de la foniatra se me formó en el lado izquierdo una “cuerda vocal trucha”, como llamo jocosamente, al músculo que se logró armar, gracias al trabajo y ejercitación de la zona, en el lugar de la cuerda dañada. Para que eso pudiera pasar tuve que hacer rigurosos ejercicios de relajación, de respiración y rotación de cabeza y cuello, de posición del cuerpo para estar parada o sentada, siendo consciente de cada uno de mis movimientos incluyendo los que hacía al realizar las tareas habituales en mi casa.
 
Mi otorrinolaringóloga me dijo que en todo eso ayudó el hecho de quererme mucho. Es cierto que empecé hablando rarísimo. Tuve que reconocerme, grabarme, cantar rudimentariamente, y todo acompañado por la terapia, por el amor de mis hijos y el de toda mi familia.
 
Mi vida ya no fue la misma. De un día para el otro tuve que dejar mis trabajos de antes. No sólo el de maestra jardinera en el que lamentablemente no pude despedirme de mis alumnos, ya que me sentí echada de la escuela, sino también de las animaciones infantiles que hacía de vez en cuando, el cuidado de bebés y de las canciones acompañadas por guitarra. Además, una madre a cargo de dos chicos no tiene demasiado tiempo para pensar. Debe actuar. Hay que limpiar la casa, hacer la comida, responder a las demandas cotidianas.
 
Así me fui sobreponiendo a los distintos desafíos que se presentaban. Pero lo que verdaderamente me ayudó, me salvó, fue la escritura.
 
Dado que todavía no podía hablar normalmente, Mónica, mi primera terapeuta, sugirió que lo dijera escribiendo. Así empecé a anotar reflexiones y a componer algunos cuentos breves. Por esos días también empecé a escribir una especie de diario donde volcaba mis sensaciones de cada momento. Transcribo ahora una de las ideas que escribí en el tercer día de internación: “olor a alcohol, no sé de dónde viene; es una pesadilla aunque creo que ya va pasando y se va a convertir alguna vez en un mal sueño”. Tenía papel y lápiz sobre la mesita de luz que estaba junto a la cama del hospital.
 
Cuando por fin volví a casa, el día que me sacaron la sonda, Ariel, mi hijo mayor, me abrazó fuerte y dijo “qué suerte, mamá”. Alan, el más chico, imitó a su hermano porque en realidad entendía poco de lo que estaba pasando. Dos años después el divorcio se produjo casi naturalmente, pero la fortaleza construida con mis hijos ayudó a sobrellevar tantos golpes.
 
Desde entonces hasta hoy la relación con ellos se compone de muchos abrazos y miradas, un mutuo entendimiento. Mis hijos tienen veintiséis y veintiún años y a medida que pasa el tiempo la buena comunicación lograda inicialmente no deja de crecer.
 
Desde ya hubiera preferido no tener cáncer. Pero dado que eso no lo puedo modificar, reconozco que haber estado un año sin voz me permitió aprender unas cuantas cosas nuevas que no sabía ni podía saber en mi vida anterior. Cuando quedé muda decidí que no podía permanecer llorando el día entero. La superación del cáncer en la laringe fue un punto de partida para replantear mi vida en diversos aspectos. Antes yo era más fría y ahora soy una persona más cálida y abierta. Al principio la mudez me convirtió en una autómata. Casi en un robot. Trataba de no pensar. Me daba una ducha, me vestía, me hacía los rayos, salía a vender ropa, buscaba a los chicos en la escuela, trataba de distraerme viendo televisión.
 
La voz retornó luego de la operación, después de unos cuantos meses de tratamiento. Pero los médicos me prohibieron para siempre gritar y ese fue otro gran aprendizaje. Antes gritaba por una bronca pasajera con algo o con alguien. Poco a poco descubrí con mi experiencia que es posible vivir sin gritar. Hoy mis pies suplantan al acto de alzar la voz. Si debo llamar a los chicos me acerco hasta ellos caminando y en voz baja les hablo. Y así con todo lo demás.
En estos largos años de dialogar bajito, me amigué con el silencio. Estoy bien con mi paz interior. Después de lo que me pasó empecé a decir por escrito cosas que nunca había podido contar con la palabra hablada. Mi conclusión fue que al quedar muda descubrí, acaso por contraste, mi verdadera voz.
 
Ahora soy coordinadora de un taller literario al que asisten, en forma individual o en distintos grupos, más de treinta personas. Y hay días que prefiero la calma acompañada de un buen café al bullicio urbano tan propio de la gran ciudad. Creo que si yo no pasaba por lo que pasé no sería quién soy.
Hoy no quiero volver a lo que no me hizo bien. El ruido, por ejemplo, no me hizo ni me hace bien. No me gusta andar por la calle y ver a toda la gente hablando como loca por celular. Tendría que haber un derecho del ser humano a ser protegido de las conversaciones insípidas de los demás.
Tomo distancia también de las redes sociales y su falsa imagen de comunicación y amistad. Me gusta la música, me gustan las voces amigas y las de mis hijos y mi familia pero no me gustan ni el parloteo vacío ni el aturdimiento que no deja pensar. Coincido con Eduardo Galeano cuando dice, o decía, que para llegar a la libertad hay que pasar por la esclavitud. Tuve que atravesar la mudez para dar con la voz que misteriosamente se me había negado. Y ya no tengo miedo a hablar cuando es necesario, ni a decir lo que siento …
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Silvia Irene Stisman. Maestra jardinera e incipiente escritora, nació en 1956, un domingo. Cuando le preguntaban “qué querés ser cuando seas grande”, contestaba: azafata. Quería volar. De ahí le quedó el gusto por los viajes. Al finalizar la secundaria, se anotó en abogacía; la padeció dos años y la cambió por la docencia. En el campo de la escritura ya tiene su primer libro, “Cuentos para leer cuando te dejen de querer”, y dicta talleres literarios. No le interesa quedarse quieta: practica yoga dos veces por semana y caminatas los sábados y domingos. Dice amar los libros, tomar café en bares diferentes, las biromes y el chocolate amargo. Si puede disfrutar de esas cuatro cosas al mismo tiempo, se convierte en la mujer más feliz del mundo.

Vía. Clarin.com

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